No se nos rebela el espíritu porque de su muerte sea culpable un régimen que se autodenomina nacionalista y comunista, que en teoría defiende a sus habitantes de los peligros ajenos y especialmente a los humildes, a los obreros, a los discriminados por el color de su piel. Como dijera el poeta León Felipe “ya nos sabemos todos los cuentos”, ya hemos aprendido de la historia que los mayores tiranos se envuelven siempre en la bandera de una nación o de una clase, y los dictadores al cuadrado como los criminales hermanos caribeños emplean las dos, una por delante y otra por detrás, siguiendo las enseñanzas del mayor genocida mundial, el nacional-comunista Mao Zedong.
Pero sí que resulta enojante que la mayoría –que no toda- de la sedicente izquierda democrática, la que tiene siempre la boca llena de democracia, no diga nada, diga poco, lamente o condene con la boca pequeña el totalitarismo cubano. Y que la ‘progredumbre’ pancartera no salga a la calle a gritar “Castro asesino” a pesar de que ese grito con otro nombre acerca de un político democrático lo tiene muy ensayado.
Zapatero, el mismo día que se conocía la muerte del pobre preso político, callando vergonzosamente en el foro de los Derechos Humanos de la ONU, el supuesto demócrata Lula abrazando a los Castro Brothers mientras su ‘gestapo’ detenía y apaleaba a cualquier cubano que mostrara señales de condolencia por el crimen, y el resto de los líderes izquierdistas latinoamericanos, cómplices de la tiranía de Fidel y Raúl, dando la cara por los asesinos. Estampas vomitivas.
La deriva de gran parte de la izquierda tras la caída del Muro es lamentable por su relativismo, su localismo y su complejo de superioridad moral. Pero que cuando muere un hombre por defender la libertad en una dictadura se limite a lamentar la muerte pero no a condenar a los criminales, como hace Batasuna respecto al terrorismo de ETA, nos da una idea de que la deriva ha acabado en el abismo.
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