25 noviembre 2005

CÓMO ACABARON CON BORRELL


La casta de dirigentes del PSOE comandada por Felipe González, capataz del oligarca Polanco, el hombre más poderoso de España, tras la pérdida del gobierno a causa de la corrupción y el GAL organizó una sucesión endogámica, eligiendo secretario general al peón de González, Almunia. Pero los militantes del PSOE se rebelaron contra esa opción, y votaron mayoritariamente como candidato a la presidencia del gobierno a Josep Borrell, un socialista catalán ilustrado, o sea, no nacionalista.

Naturalmente PRISA no lo podía consentir, así que organizó el asesinato político de Borrell utilizando para ello al buque insignia de la oligarquía catalana, La Caixa, y a la casta dirigente nacionalista del PSC. Esto, que algunos lo sabíamos, pero que nunca nadie se había atrevido a demostrarlo públicamente, por fin ha salido a la luz, en un extraordinario artículo de Ernest Aguiar en el diario El Mundo el pasado 21 de Noviembre:

Así me utilizaron para acabar con Borrell

El ex delegado especial de Hacienda en Cataluña y mano derecha del actual presidente del Parlamento Europeo cuando era secretario de Estado relata en primera persona sus vicisitudes con la Caixa y con el PSC

ERNESTO AGUIAR

Ernesto Aguiar, el que fuera delegado especial de Hacienda en Cataluña, denuncia, tras el sobreseimiento de la causa abierta contra él, la «conspiración» para acabar en 1999 con el vencedor de las únicas primarias celebradas en la historia del PSOE y actual presidente del Parlamento Europeo, Josep Borrell. Una conspiración que, según denuncia, estuvo liderada por el diario 'El País' y por el propio aparato socialista. A esta conspiración vincula Ernesto Aguiar el ensañamiento con el que actuó la Caixa contra su persona al negarle el aval de una fianza pese a tener en sus cuentas dinero suficiente para cubrirla, mientras permitía que vencieran los créditos impagados del Partit dels Socialistes de Catalunya (PSC).

Eran las 17.00 horas. Las 17.00 horas de un viernes que para mí no era un viernes cualquiera: era el 7 de mayo de 1999, casi un mes después del inicio del linchamiento al que estaba siendo sometido básicamente desde el periódico El País y del grupo al que pertenece. Sentado, solo, en mi despacho, pensaba en lo que había sido el último mes. Sin duda, el peor de mi vida, de la de mi mujer y de la de mi hija. Pensaba, también, que nunca, ni en la peor de las pesadillas, habría podido imaginar que un linchamiento moral como el que estaba padeciendo pudiese producirse y soportarse: casi todos los medios de comunicación de España estaban abocados a presentarme, haciendo seguidismo fácil de los atronadores editoriales de El País, como una persona tan peligrosa que ponía en riesgo la estabilidad del mismo Estado.

Pero al mismo tiempo, desde una mínima fortaleza que me daba el hecho de que tanto mi vida como mi persona eran ajenas al retrato que salía de los medios, pensaba que, en medio de todo aquel desastre, era un afortunado. Por la vida sencilla que siempre había llevado y por no haber vivido nunca de cara a la galería, que me hacía menos vulnerable al descrédito social al que me estaban sometiendo. Pero, sobre todo, por tener a mi mujer y a mi hija. Mi mujer, dedicada siempre a hacer cosas. Nuevas, si podía. En su trabajo, preocupándose y ocupándose cada día de aquellos que no preocupan casi a nadie. Y siempre entregada a su entorno y a sus amigos. Y, por encima de todo, a nosotros: a nuestra hija y a mí. Haciéndolo desde lejos, dejando siempre que cada uno ande un poco a su aire. Los que la conocen saben también que si alguien, por lejana que sea la vinculación que pueda tener con ella, se queda solo, allí estará, asumiendo el papel de los que huyen; para todo lo que haga falta.

A ella el dinero siempre le ha importado poco. Como la Bolsa, que no le ha interesado nunca y que era un tema que no había tenido protagonismo alguno en nuestras conversaciones, excepción hecha de los años 1986 y 1987, en los que me recriminaba mi obsesión por la evolución de las cotizaciones. Eso no le gustaba en absoluto. De mi cuenta suiza, tampoco quiso que le explicase nada. Se limitó a decirme que no le parecía bien y que era algo que debía resolver cuanto antes: que pagase los impuestos y que me quedase tranquilo.

El peso de una amistad

Y no fue hasta pasados casi ya 10 años desde aquellos tiempos en que había tenido alguna forma de responsabilidad en la Administración de Hacienda, cuando estalló el escándalo de la mano de la campaña orquestada desde El País, cuando me pidió que le explicase a fondo todo lo que había pasado. Lo hice con absoluta transparencia. Con ello, las bases de nuestra confianza mutua quedaron nuevamente restablecidas, como premisa para la búsqueda de una nueva normalidad en un momento especialmente difícil para ambos. Fue una consecuencia lógica del entorno sumamente complejo, y en algunos momentos fuertemente hostil, que nos había tocado vivir, incluso ante el simple intento de andar por la calle con un mínimo de tranquilidad.

Con mi hija, por lo menos aparentemente, todo fue mucho más fácil: cuando intenté explicarle lo que estaba pasando, me dijo que no hacía falta. Que ella sabía perfectamente que todo aquello de las extorsiones a empresarios y de las conductas mafiosas que salía en la prensa nada tenía que ver conmigo. Que todo lo que me pasaba era porque era amigo de Josep Borrell y por no haber hecho lo que tenía que haber hecho: pagar los impuestos que tocaban.

Aunque también es cierto que en aquellos días en que el linchamiento mediático iba en aumento de manera imparable, las cosas, en lugar de mejorar, estaban empeorando para todos. Especialmente para mi hija, por vivirlo cada día en un entorno tan sensible a este tipo de situaciones como es la universidad. Algunas veces, al escuchar determinadas noticias o leer algún periódico, se le humedecían los ojos, bajaba la cabeza y desaparecía.

Pensando en todo ello, en aquella tarde de recapitulación, cuando todo lo que podía hacerse para salvar algo -si algo podía salvarse todavía- parecía que ya estaba hecho, cuando me sentía como si estuviese en capilla, pensé también que había sido una suerte haber dejado de fumar. Porque vi muy claro que el tabaco y la tensión que estaba soportando habrían sido juntos un cóctel explosivo, precisamente en unos momentos en que lo más importante era aguantar. Aguantar todo lo que hiciese falta hasta que las cosas, al final, acabasen aclarándose. Pero también veía que solo no podría. Que necesitaba que me diesen fuerzas. Que me diesen ánimos. Afortunadamente, los encontré, y no precisamente donde más los esperaba, ni aquel día.

Pensé también en mis padres, que hacía poco habían fallecido. Y, de forma incomprensible, desde mi condición de agnóstico y creo que racionalista tuve miedo de que en aquel momento, en algún lugar, pudiesen estar sufriendo por mí: mi padre, desde su sentido absoluto de la ética, preocupado por lo que pudiese haber de cierto en lo que los medios estaban diciendo y por el hecho mismo de que no hubiese pagado correctamente mis impuestos; mi madre, básicamente por el miedo de que me pudiese pasar algo malo, de que pudiese ir a la cárcel. Como ya había vivido, en el año 1939, con mi padre, con mi abuelo y con mi tío. Y pidiéndome, como me había pedido siempre, que «no me metiese en política».

Un montaje político

El lunes siguiente, 10 de mayo, a las 10.00 horas, debía prestar mi primera declaración ante el Juzgado Central número 3 de la Audiencia Nacional. Los pronósticos no eran buenos. Aunque bien es cierto que todos los que estaban medianamente bien informados sabían que se trataba de un montaje político, cuyo único objetivo era la dimisión de Borrell, realizado utilizando, como si de un hecho reciente se tratase, la existencia de una cuenta abierta en Suiza hacía ya 10 años y de un cargo en el que también había cesado hacía ya 10 años. Por ello, en medio de aquella enorme alarma social creada artificialmente para la ocasión, lo más lógico era pensar que después de prestar declaración iría directamente a la cárcel. Simplemente porque la condena absoluta -ni tan siquiera presunta- de los medios de comunicación (con el periódico El País en cabeza llevando la batuta y marcando el ritmo de la alarma social interesada desde sus editoriales) ya estaba dictada de antemano por dicho diario: culpable de los delitos de prevaricación, cohecho y abuso de poder, incluso antes de que ni tan siquiera hubiera sido imputado. Por eso lo lógico era pensar que, en aquel contexto, la hipótesis más probable era que en el mejor de los casos se fijaría una fianza importante, a la que debería hacer frente inmediatamente si quería evitar la cárcel.

Hoy, acordado desde hace ya algunos meses el sobreseimiento sin cargos de mi causa en la propia fase de una instrucción tan inaudita e inadmisiblemente alargada -más de cinco años- como escasa en garantías, y después de comprobar cómo mi procesamiento ni siquiera llegó a la fase de juicio oral, para cualquier observador bien intencionado de las cuestiones judiciales y políticas resulta evidente que lo que hizo El País no fue otra cosa que una interesadísima estafa procesal, unida a un delito grave y continuado de calumnias, puesto todo ello al servicio de un golpe de mano urdido por la dirección misma del Partido Socialista: nada menos que para acabar con su propio candidato a la Presidencia del Gobierno, desde un grupo mediático, Prisa, que, por otra parte, no ha dudado nunca en presentarse a sí mismo como adalid y baluarte de la profesionalidad y del rigor informativo.

En este sentido, y como acta autorizada de todo lo que acabo de afirmar en relación con El País, puedo decir que, en respuesta a un escrito que había presentado a principios de 2002 ante el Consejo de la Información de Cataluña en el que básicamente denunciaba el trato vejatorio y calumnioso que se había orquestado desde dicho medio contra mi persona, por éste órgano, el 18 de junio de 2002, en relación con mi denuncia, se tomó el acuerdo siguiente: «3. En cuanto al diario El País, se considera que este medio ha vulnerado los criterios 1, 2, 3 y 10 del Código Deontológico».(El criterio 1 se refiere a que no deben publicarse conjeturas o rumores como si de hechos ciertos se tratasen; el 2, a que solamente deben publicarse informaciones fundamentadas; el 3, a que deben rectificarse con diligencia las informaciones que se hayan demostrado falsas; el 10, a que debe observarse escrupulosamente el principio de presunción de inocencia).

Por increíble que parezca a cualquiera que se acerque con buena voluntad a estos hechos, ni un solo medio de comunicación dedicó ni una sola línea a una resolución que, fundada en la evidencia de la documentación que les había aportado, aparecía como una certificación objetiva realizada por un órgano de competencia e imparcialidad incuestionables en donde se estaba diciendo a la pata llana que El País había presentado como hechos contrastados lo que, básicamente, no era otra cosa que falsedades interesadas y carentes de fundamento alguno. Y lo que es todavía peor: que se habían negado a rectificar sus propias informaciones, incluso cuando tuvieron conocimiento expreso de que eran falsas. Además de haber convertido el principio de presunción de inocencia en una convicción tan temeraria como interesada de culpabilidad.

Pues bien, pocos días después de que dicha información falsa fuese publicada, El País tuvo conocimiento expreso, entre otras cosas, de que un supuesto cobro de 262.000 dólares que me habían imputado era invención pura, hasta el punto de que dicho supuesto cobro, por no existir, no existía ni siquiera como ingreso efectuado a mi cuenta. Ni en importe ni en fecha. Como pudieron conocer por boca de su mismo comunicante, cuando a los pocos días tuvo que reconocer, en sede judicial y a preguntas de mi abogado, que su referencia al pago de 262.000 dólares había sido «equivocada» por causa de las prisas, según dijo. Asimismo, resultó que, días después de publicada la noticia, en otro artículo del mismo periódico se recogía el extracto de mi cuenta, en el que podía verse que aquel supuesto cobro de 262.000 dólares, que se había adornado con tanto lujo de detalles superfluos, no aparecía en ninguna parte.

Camino de prisión

Pero retomando de nuevo el hilo de mi declaración ante la Audiencia Nacional, debo decir que tampoco hacía falta mucha imaginación para suponer que la imagen buscada en el guión previsto para la ocasión no era otra que la de la salida de la Audiencia Nacional, rodeado de cámaras, camino de la cárcel. Una imagen que iría acompañada de un titular, posiblemente preparado desde hacía tiempo a tal efecto, más o menos con el tenor literal siguiente: «Ernesto Aguiar, ex colaborador y amigo de Borrell, ha entrado en la cárcel de...».

El mismo oportunismo, la misma pretensión aparentemente justiciera y los mismos métodos de manual empleados en cualquier proceso inquisitorial. Solamente con una diferencia: que en aquellos se sabía quién era cada uno, mientras que en este caso todo el montaje se presentaba a los ojos de los ciudadanos como una especie de denuncia pública desinteresada, producida desde un supuesto compromiso de El País en su lucha contra la corrupción y en defensa de la justicia. Y lo digo sin acritú, como tanto le gustaba decir a alguien, en aquel momento, sin duda ni lejano ni ajeno a aquellos hechos. Y desde la convicción de que lo hacían con alegría -lo que tuve oportunidad de comprobar personalmente-, convencidos como estaban de que con ello aparecían ante los ciudadanos como unos defensores del Estado de Derecho que habían llevado tan lejos su compromiso con la justicia que no habían dudado siquiera, por mucho que les doliese, ante el daño mismo que pudiera sufrir uno de los suyos.

Y fue precisamente cuando más metido estaba en esas reflexiones que sonó el teléfono. Creo que no hace falta explicar que, aquel mes, había dejado de sonar. Es una de las señales más claras de que las cosas no van bien. Porque aquel silencio era la señal evidente de que todo lo que hasta entonces había sido mi mundo, de golpe, había desaparecido. Como si de pronto hubiese pasado de la normalidad a la hostilidad de lo inquietante y de lo desconocido. Como por encanto, desde aquel momento, todas aquellas cosas pequeñas que antes habían tenido sentido para mí -el trabajo, el saludo de los conocidos, el encuentro en el restaurante, el pensar que hacías cosas y que, a lo mejor, incluso algunas servían para algo, el placer de pasear anónimamente por la calle o de ir cine, la tranquilidad de no tener que explicar, cuando me encontraba con alguien conocido, que no era ni un extorsionador ni un mafioso y que nunca había robado nada a nadie- habían desaparecido de mi vida hasta no sabía muy bien cuándo.

Y, pensando en todas esas cosas, aquella tarde de 7 de mayo de 1999 descolgué el teléfono y me encontré con la voz de una persona conocida: Monell, colaborador próximo a Isidre Fainé, director general de la Caixa. Con Fainé, antiguo conocido en los meses anteriores al escándalo, había tenido un contacto frecuente. La razón era que me había encargado escribir un libro sobre los beneficios fiscales aplicables a la empresa familiar, en los impuestos sobre Patrimonio y Sucesiones.

Una cuestión fiscal que, en aquel momento, era un tema nuevo, de notable complejidad, que podía interesar a muchos empresarios, entre otros a los clientes de la Caixa. Precisamente la primera edición (15.000 ejemplares) había empezado a distribuirse aquellos días, principalmente entre sus clientes más distinguidos. Hoy, cuando algún despistado se lo pide, le dicen que está agotado. Debe ser el único libro en la historia editorial que, con una tirada de 15.000 ejemplares, se agotó incluso antes de que hubiese empezado a ser distribuido.

Cuando oí su voz interesándose amablemente por mi estado de ánimo, por mi esposa y por mi hija, empecé a preocuparme pensando que todos los esfuerzos que había hecho en los últimos días para asegurar el cubrimiento de una posible fianza hubiesen sido en vano. De la misma manera que, no sé muy bien por qué, intuí que, con toda seguridad, a mi comunicante también le dolía mucho decir lo que tenía que decirme.

Porque precisamente unos días antes, siguiendo sus indicaciones, había vendido todas mis inversiones mobiliarias para situar el efectivo resultante en la Caixa. Además -con todo lo que ello significaba en aquellos momentos- había pedido a mi familia que pusiese las cuentas que tenían abiertas en dicha entidad a disposición de una posible fianza a la que probablemente debería hacer frente en fechas próximas. Pero quise pensar que no, que no era posible. Quise pensar que simplemente me llamaba para darme algún detalle que se nos habría escapado. Porque todo lo que yo había hecho -poner todo mi dinero y el de mi familia a su disponibilidad- era exactamente lo que me habían pedido. Pero, por desgracia, resultó que mi inquietud tenía todo su fundamento.

Pronto pude comprobar cómo -amablemente- me decía que la dirección de la Caixa había acordado que no podía asumir fianza alguna referida a mi persona. Me llamó nada menos que aquel viernes 7 de mayo, a las 17.00 horas, no tres días antes, o dos, o uno, sino cuando todos los bancos estaban ya cerrados y cuando yo tenía que prestar declaración ante la Audiencia Nacional a las 10.00 horas del lunes siguiente, con grandes posibilidades de que se fijase una fianza importante. Me parece recordar que me dijo que la dirección de la Caixa se había reunido al efecto, unos instantes antes de su llamada, con cinco de sus máximos responsables, entre los que estaba Isidre Fainé, con el que tantas horas había pasado en aquellos días y del que tantos halagos había recibido.

En manos de la entidad

Tontamente, porque sabía exactamente lo que me estaba diciendo, sugerí que lo que yo entendía que me estaba diciendo se refería únicamente al supuesto de que el importe de la fianza exigida superase los importes en efectivo que había puesto conjuntamente con mi familia a su disposición pocos días antes. La respuesta fue que lo sentía mucho -que no podía imaginarme cuánto lo sentía-, pero que la decisión tomada se refería a que habían decidido (las palabras puede que no sean literales) que la Caixa no podía hacerse cargo de fianza alguna referida a mi persona, al margen de que existiesen o no fondos suficientes aportados por mí o por mi familia para ello. Hubo tanta brutalidad -en la noticia, que no en el mensajero- al decirme (porque esto es lo que me estaba diciendo) que la dirección de dicha entidad me consideraba una persona tan indeseable, tan apestada, que no podía ni siquiera afianzarme con mi propio dinero. Y esto, dicho en el último momento, me pareció tan obsceno que, en un primer instante, pensé que no podía ser real, que debía de estar soñando.

Nuevamente, sólo acerté a preguntar otra tontería: que si se daban cuenta de que era viernes por la tarde, que todos los bancos estaban ya cerrados, que yo debía prestar declaración en Madrid el lunes siguiente a las 10.00 horas y que todos mis recursos disponibles, a petición suya, estaban situados a tal efecto en la Caixa. Evidentemente, era otra pregunta tan tonta como la anterior. Porque, como antes, también podía haber supuesto la respuesta: que los titulares de los fondos podían personarse el mismo lunes siguiente en sus oficinas de Madrid para sacar en efectivo los fondos necesarios para hacer frente a la fianza que me hubiesen impuesto, en su caso. Sin comentarios.

En cualquier caso, recuperado mi espíritu combativo, por no decir que asumida mi impotencia manifiesta, sólo acerté a decir que, dada la circunstancia de que todos los que habían tomado la decisión que acababan de comunicarme eran profundos creyentes, según creía, mucho me temía -dije- que por hacer aquellas cosas tan horribles acabarían disfrutando algún día todos juntos de una larguísima estancia en el infierno. No obstante, también pude comprobar que ni siquiera una aportación con argumentos tan concluyentes como los que acababa de encontrar hizo mella alguna en el ánimo de unos directivos que tanto empeño habían puesto para preservar lo que, debo entender, consideraban el buen nombre de la Caixa.

Me quedé sintiendo una tristeza profunda. Por muchas razones. Primero, porque a mi mujer el hecho de tener perfectamente ordenado el mecanismo de la posible fianza le daba tranquilidad. Incluso tenía una nota manuscrita -que todavía guarda- en la que tenía anotados todos los pasos que debería dar en caso de que la fianza acabase exigiéndose. Y porque lo que acababa de pasar era una prueba concluyente de hasta dónde había llegado el daño que nos habían infligido; de hasta qué punto había llegado la Inquisición que se había montado. Porque lo cierto es que estaba viviendo en primera persona los niveles de mezquindad que el miedo -o tal vez algo peor que el miedo- puede producir; el miedo, el de las mil y una caras, al que tantas vueltas he dado en mi cabeza, para entenderlo y para evitarlo, o para controlarlo, por lo menos. Y finalmente, porque en medio de todo aquello empecé a sentir, por primera vez, una pesadísima sensación de impotencia que iba tomando la forma de un sudor frío que acabó empapándome de arriba a abajo.

Fue entonces cuando, al colgar el teléfono, me di cuenta de que me sentía fatal, física y moralmente. Cuando me di cuenta de que había llegado la hora de la verdad. Y que, como siempre, cuando ésta llega, uno se encuentra solo. Bueno, con mi mujer y con mi hija, y con algunos amigos que fueron los únicos que habían renunciado a juzgarme, por lo menos antes de que lo hiciese la Justicia. Y enfrente, ellos, tan agigantados que se creían omnipotentes. Pero es cierto que entonces también pensé que algún día, aunque fuese a nivel puramente simbólico, su fortaleza podría ser su debilidad y mi debilidad, mi fortaleza.

¿Dónde están las pruebas?

Al final, lo que quedaba de todo aquello era que desde sus tranquilos y confortables despachos, rodeados de sus goyas, picassos o matisses, habían lanzado su conspiración como habían querido, convencidos de que lo hacían desde la impunidad más absoluta. Y de que todo estaba controlado. O, por lo menos, suficientemente controlado, dada la abismal diferencia de fuerzas entre unos y otros. Sobre todo con las víctimas, que no tenían fuerza alguna. Incluido Borrell, «el de la mandíbula de cristal», como premonitoriamente había dicho Felipe González pocos días antes y cuyo principal demérito podía ser su mérito principal: que no era rehén ni del PSC, ni de Prisa. Pero que tuvo la desgracia de tener unos amigos perfectos para ser utilizados, para darle la puntilla. Que fácilmente fueron convertidos en víctimas propiciatorias, por su condición de ex altos cargos de Hacienda con una cuenta abierta en Suiza. Una situación inmejorable, para hacer maravillas jugando con la opinión pública. Diciendo lo que les venía en gana, aunque fuese falso, y con pruebas o sin ellas. Indudablemente era, ya, el todo vale llevado hasta sus últimas consecuencias, como he podido comprobar después, a lo largo de más de cinco años.

Por ello, pensaron que podían pasar por encima de todo, que podían despreocuparse incluso del hecho mismo de que se trataba de una conspiración montada sobre falsedades evidentes. O de la vergonzante alianza contra natura que habían formado los protagonistas principales de la misma, cuya inquietante conjunción seguro que exigió de un complicado trabajo de cocina, por ser imposible que hubiesen coincidido casual y amigablemente por la calle: por un lado, la dirección del PSC y del PSOE con El País, encarnación de la inteligencia progresista; por otro, su garganta profunda interesada, que les revelaba (y no lo digo yo eso de «revelar», lo decía el propio periódico en grandes titulares) las supuestas verdades absolutas que nunca consideraron necesario contrastar, no fuese que descubrieran demasiado pronto que eran falsas.

Después he tenido repetidas ocasiones para comprobar qué hacen ahora aquellos que tan eficaces fueron en la creación y en la canalización, desde sus editoriales del odio y del desprecio social hacia mi persona, ya que en sus editoriales me identificaban con Luis Roldán y me condenaban a los mismos delitos a los que él había sido condenado («El aplomo de que hizo gala puede resultar sorprendente, pero recuerda al que otras personas hoy condenadas por corrupción exhibieron cuando comenzaron a ser investigadas. Como Luis Roldán y tantos otros...», decía El País en su editorial del 11 de mayo de 1999, al día siguiente de mi primera declaración prestada ante la Audiencia Nacional). Ellos, ahora, prácticamente continúan en lo mismo. Parafraseando a Séneca, me atrevería a decir que para dedicarse a esas cosas hace falta haber disfrutado mucho del placer del odio para no tener problema alguno con que, cada día, lo grotesco se presente -porque conviene- como si de lo más sublime se tratase. Y al revés.

Pero volviendo de nuevo a la primera declaración que presté ante la Audiencia Nacional, debo decir que el lunes siguiente (10 de abril de 1999, a las 10.00 horas) era obvio que ambos esperábamos cosas distintas. Yo, que al final tendría la oportunidad de explicar ante la juez de Instrucción que no era el capo mafioso al que con tanto empeño y con tanto despliegue de medios habían presentado a lo largo del último mes. De explicar que simplemente era un ciudadano corriente que hacía ya muchos años, casi 10, había cometido el hecho reprobable de no haber pagado correctamente mis impuestos. Otros, obviamente, después de tanta alarma social creada artificialmente, lo que esperaban era que después de declarar fuera directamente a la cárcel, desde la misma Audiencia Nacional. Porque así lo exigía su guión para que las cosas marchasen según lo previsto.

Un guión que hasta aquel momento se había cumplido hasta el último detalle, fríamente, sin concesiones. Había empezado con un encadenamiento diario de noticias cada vez más alarmantes y básicamente falsas, publicadas por El País e inmediatamente ampliadas en los medios de su propio entorno. Se había producido el esperado seguidismo de casi todos los restantes medios de comunicación, que, de una o de otra manera, reproducían lo publicado antes por dicho diario. Actuó la Fiscalía Anticorrupción, entonces dirigida por Carlos Jiménez Villarejo, incluso sabiéndose como se sabía que podía tratarse de una estafa procesal, que aparecía como manifiesta, precisamente por la falsedad evidente y conocida de gran parte de lo publicado. Jiménez Villarejo inmediatamente demostró tanto interés en lo publicado por El País que no dudó en que se solicitase en base a ello mi imputación ante el Juzgado Central de Instrucción número 3 de la Audiencia Nacional. Actuó el Servicio de Auditoría Interna de la Agencia Tributaria, que, en un informe que fue básico para que la Fiscalía tuviese algún agarradero para solicitar el traslado de mi causa a los juzgados de Barcelona (y por el que sus autores acabaron siendo imputados por falsedad en documento público en el Juzgado de Instrucción número 30 de Madrid), descubriría algo tan grotescamente falso como que yo había sido delegado de Hacienda en Barcelona en el periodo 1990-1994, cuando lo cierto era, como sabían muy bien los autores mismos del informe, que había cesado en dicho cargo en mayo de 1988. Algo evidente para todos, pero que no fue reconocido en el proceso judicial hasta que hubieron pasado casi cinco años de instrucción, en la que tantos esfuerzos vanos habíamos dedicado mi defensa y yo para que judicialmente se diesen por enterados de algo que era sobradamente conocido desde el primer día. En palabras de Erich Fromm, me pregunto qué debe pasar en una sociedad cuando uno puede verse abocado a dedicar tanto tiempo y tanto esfuerzo para luchar, para que se acepten cosas evidentes.

Ni cárcel ni fianza

Pero, por mucho que a cualquier persona normal le cueste asumir que pueda haber existido tanto empeño en engañar, lo cierto es que la debilidad misma del armazón pretendidamente acusatorio era razón más que suficiente para que pensasen que, si después de prestar declaración, resultaba que ni iba directamente a la cárcel ni se decretaba fianza alguna contra mi persona empezaría a quedar en evidencia el hecho mismo de que se trataba de un vulgar montaje, así como el hecho de que, por mucho que habían engañado a la opinión pública, no habían conseguido engañar a la Justicia.

Y fue esto, precisamente, lo que pasó: que ni fui a la cárcel ni se impuso fianza alguna. Lo único que dijo la juez de Instrucción, cuando terminé de declarar, fue que ya podía volver a Barcelona. Una decisión que explica el editorial, parcialmente reproducido en párrafos anteriores, publicado al día siguiente, 11 de mayo de 1999, por el periódico El País, en el que no dudaron en hacer mofa del aplomo del que, según decían, había hecho gala en la declaración. Pero que, en el fondo, no era otra cosa que la sorpresa mal asumida que les producía comprobar que el elefante todavía no había machacado a la hormiga, a una hormiga reducida al más absoluto de los silencios y privada del más elemental derecho real de réplica. Y así estuve durante cinco años de mi vida, para convertirme en un muerto vivo caminando para siempre detrás del cadáver de su imagen, situada ya entonces la causa que se seguía contra mí en los juzgados de Instrucción de Barcelona. Però, avui, un amic m'ha dit que Salvat Papasseit ens recorda que per tonar a néixer necessiteu morir, de nou [Pero, hoy, un amigo me ha dicho que Salvat Papasseït nos recuerda que para renacer es necesario morir, de nuevo].

A lo que solamente debo añadir que si alguien de la Caixa -por lo menos cuando tuvieron conocimiento de que en el auto por el que se dictó mi sobreseimiento se afirmaba que cinco años de instrucción habían servido para constatar que no había tenido nunca participación en inspección irregular alguna- me hubiese dado una sola palabra de disculpa, el presente testimonio, puramente aclaratorio, no se habría producido.

1 comentario:

Anónimo dijo...

me parece impresionante su relato , y mas impresionante que nadie comente ni participe de su sufrimiento.

un fuerte abrazo
"el resiste gana"
Camilo Jose Cela